¿Quién fué Margarita?

 




Margarita, fué quien dió comienzo a la Legión de las Almas Pequeñas; fué quien dialogó con Jesús y recibió su mensaje, que se puede leer en los cuatro tomos del libro:"Mensaje del Amor Misericordioso a las Almas Pequeñas"
Esta es su autobiografía, tomada del primer tomo del citado libro.
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" Apenas tenía yo seis semanas, cuando estalló la primera guerra mundial. Mi tío fue designado para ser mi padrino. Pero él puso como condición el que mis padres no me harían bautizar. Desde mis más remotos recuerdos siempre me dio repugnancia llamarle padrino. ¿Mi padrino? No lo era, puesto que por su culpa no fui bautizada.

Cuando tuve 5 años, un buen día a mi madre se le metió en la cabeza el hacerme bautizar. He aquí, pues, que nos fuimos con prisas, mi madre, mi tía y yo, hacia la iglesia "Y". Antes de marcharnos, había tenido que aguantar ya las burlas de dos de mis hermanos, que, contrariamente a mí, habían sido bautizados nada mas nacer.. Si dijese que yo me sentía tranquila, mentiría. En mi pequeño cerebro de niña las ideas más extravagantes se sucedían con toda rapidez.

Jamás olvidaré el miedo que se apoderó de mí, cuando vi acercarse al sacerdote. Enloquecida, me fui corriendo a la salida de la iglesia, seguida por mi madre y mi tía, completamente estupefactas. Bajé corriendo, a toda prisa, las escaleras de la iglesia. Las dos, tanto mi madre como mi tía, se las vieron y desearon para alcanzarme. Y no fui bautizada aquel día.

Viví como un animalito hasta los 13 años. Estoy aterrada al pensar que hubiera podido morir en tal estado. Pero entonces no comprendía como ahora. Sin embargo, me acuerdo de mi tristeza cuando veía a los demás niños de mi edad prepararse para recibir la Primera Comunión. Y yo pensaba:"Si muriese, ahora, no iría al Cielo". No sabía entonces que era Jesús quien hablaba. No conocía su voz.

Sí, ya a esta edad, tenía verdaderas aspiraciones hacia el Cielo, aunque estuviera "sofocada" en este ambiente anticlerical en el cual vivía y donde se burlaban abiertamente de la religión.

Tenía amiguitas con las cuales compartía todo lo que yo poseía, caramelos y juguetes. Cuando no me quedaba nada para darles, se apartaban de mi lado. Y esta falta de cariño me hacía sufrir ya. De ahí me vinieron más tarde todos los males. No podía comprender que les fuera imposible quererme. ¡Tenía tanto miedo de dar pena a los demás! Hubiese querido darles alegría. No sabía que hacer para agradarles.

A los 13 años me volví presumida. Todos alababan mis encantos, y yo me enorgullecía de esta apreciación.
Sentía confusamente en el fondo de mi ser que me diferenciaba de mis compañeras, y esto tuvo como consecuencia el crear en mí un complejo de inferioridad que me hacía sufrir. Aunque no comprendía aún la vanidad de todas estas cosas, sin embargo me volvía frecuentemente hacia las cosas del Cielo. El pensar que no estaba bautizada, sumergía mi alma en sombríos pensamientos, y envidiaba la felicidad de los demás.

Un día le dije a la comadrona, que había venido a casa para el nacimiento de mi sobrino, que yo no estaba bautizada.
-¿No estás bautizada, mi querida Margarita?. ¡Pues es necesario que te bautices!.
-Es mi deseo- le contesté-; pero ¿Cómo hacerlo?
Ella prometió ocuparse del "asunto" y cumplió con su palabra. Pronto quedó decidido que sería bautizada en X, que ella sería mi madrina y el Sr. Cura mi padrino. Todo se realizó el 17 de marzo de 1927. Todavía no tenía 13 años.
Es imposible expresar la alegría que me invadió aquel día. Por el camino me iba repitiendo: "Ahora, si muriese, iría directamente al Cielo. ¡Qué felicidad!".
Nada cambió, sin embargo, en mi vida, a pesar de la inmensa gracia recibida; únicamente aquel día me dí cuenta de la grandeza de esta gracia. Seguía sin conocer nada de la religión, pues había sido dispensada de la clase de religión en la escuela primaria. No tenía una noción exacta ni del bien ni del mal, aunque en el fondo de mi corazón odiaba el mal con todas mis fuerzas.
Entre tanto, terminé la enseñanza primaria e hice todavía dos cursos de labores domésticas. Entonces me cansé y no quise seguir estudiando; mis padres me colocaron de aprendiza en un taller de confección, donde me quedé unos meses. Luego fui a trabajar a otra casa de confección en la ciudad.
Como allí me mostraba amable con todos, tanto mis compañeras como mis patronos me consideraron muy bien.
De todo el tiempo pasado en este taller, me ha quedado un recuerdo particularmente conmovedor, el de la señora "X", madre de mi patrona. Era una persona muy anciana, aquejada de ceguera total. Casi a diario me tocaba la tarea de ir a buscarla al piso que ella ocupaba en la misma calle. ¡Me daba tanta pena verla andar a tientas y vacilar! Por eso, con mucha solicitud, la guiaba en la escalera, a partir de su piso situado en la segunda planta. A veces me sentía muy triste al comprobar que mis compañeras no la querían apenas y que murmuraban de ella. ¡Pobre, sí, pobre mujer!.
Entre tanto, había alcanzado los 17 años. Era yo entonces una niña presumida, a quien gustaban las vanidades mundanas, y era terriblemente mimada por mis padres, sobre todo por mi madre. Cedían a todos mis caprichos, incluso los más absurdos. Me agradaba que se ocuparan de mi persona, pero a la vez también me gustaba procurar felicidad a los demás. ¡Sentía tanta pena cuando me encontraba con alguien que sufría!. Por otra parte, sin embargo, me descarriaba cada vez mas profundamente al buscar con avidez la felicidad donde no la podía encontrar.
A los 19 años y medio conocí al que debía ser mi marido. Se casó conmigo. Yo trabajaba todavía en esa época, y, como a mi marido no le gustaba, dejé de trabajar.
Vivíamos con mis padres, y mi marido aceptaba mal esta situación. Ente él y mi madre nació una animosidad creciente. Mi corazón sufría. Debimos habernos marchado y construir nuestra felicidad lejos de mis padres. Pero les quería tanto que el pensamiento de ocasionarles un sufrimiento me parecía insoportable.
El nacimiento de una niña trajo, sin embargo, una honda alegría a mi corazón.
¡Con qué ternura, no obstante, me ocupaba de mi pequeña!. Nada me parecía demasiado hermoso para ella. La cuidaba como se cuida un objeto de arte, como si fuera una muñequita. ¡Era tan bonita! Al nacer, la había consagrado a la Virgen. Cumplí con mi palabra. Dos años y medio después de este nacimiento, me vino otro pequeño ángel, un niño.
En aquella época, mi vida cristiana era prácticamente nula. No pensaba apenas en Dios, excepto en muy contadas circunstancias. Estaba demasiado preocupada y apegada a la tierra para pensar en Él. Ignoraba que mi deseo de amar era en mí la voz de Dios que hablaba a mi alma. Estalló la guerra.. Nos mudamos. No fuimos lejos. Después de algunos días, regresamos a nuestra casa, y las dificultades volvieron a empezar. No teníamos dinero y casi nada para comer. Nuestros padres nos ayudaban, pero dicha ayuda era verdaderamente insuficiente. Mi madre cayó gravemente enferma.
Condenada por los médicos y desahuciada por ellos, le quedaba poco tiempo de vida. Yo enloquecía ante la idea de perder a mi madre. Yo pensaba: "Ya que no hay nada que esperar de los hombres, me dirigiré a otra parte".
Me fui, pues, en peregrinación a "X", antiquísimo santuario muy concurrido en esta región, para confiarle a la Santísima Virgen mi desamparo. Sin dudar de su bondad, le prometí que, si me concedía la vida de mi madre - y añadí humildemente: al menos durante 4 ó 5 años, pues entonces me parecía que semejante aplazamiento era mucho - yo vendría cada semana y con cualquier tiempo a buscar la vida de mi madre ante Ella. (La madre de Margarita vivió hasta los 93 años, habiendo gozado de una salud excelente, después de su curación).
Al volver a casa el mismo día, tuve la feliz sorpresa de comprobar que mi madre había comido algo. Sentí un vivo sentimiento de gratitud. Tuve confusamente la impresión de que mi Madrecita del Cielo me había escuchado.
Durante muchos meses me fui cada semana cerca de Ella para buscar la salud de mi madre. Y Ella me la dio. Los colores fueron poco a poco desapareciendo y mi madre volvió a la vida. Esta curación fue para mí el principio de mi vida interior. Y, sin embargo, yo todavía no me había rendido a la gracia.
En 1946, pedí a una de mis vecinas que me llevara con ella a la Misa del Gallo, la noche de Navidad. No había ido nunca a Misa. Y aquella noche fui gratificada con otro favor. Este fue de un precio inestimable. Cuando vi al Niño Jesús en el pesebre me sentí sobrecogida de una emoción indecible y empecé a llorar. Mis lágrimas fluyeron durante toda la Misa. Yo no sabía cómo esconderlas. Y mi corazón latía, latía muy fuerte... y el niñito Jesús me sonreía.
¡Dios mío! ¿Quién podría decir lo que fue para mí aquel minuto? Él me había hecho suya. A partir de aquel momento, cada domingo fui a Misa fielmente. A propósito de la Misa del domingo, me acuerdo de una monja que, cuando llevaba a mis hijos al parvulario, me aconsejaba insistentemente que fuera a Misa. Me decía: -¿Por qué una buena persona como usted no viene a Misa?
-¡OH, hermana! - le contesté - no tengo ganas de ir. Primero, me duele demasiado la espalda; y luego, como tengo tan pocas ganas de ir, es seguro - no falla - que yo no podría asistir cada domingo. Por eso, antes de ser tan tibia, prefiero abstenerme. No digo que no iré nunca a Misa; pero entonces, cuando vaya será muy en serio. (En aquel momento, pensaba ya: es todo o nada)
Vuelvo al relato que interrumpí con este recuerdo.
Un día pues, después de la curación de mi madre, me fui a "X", donde Nuestra Señora me había conseguido este favor. Allí pregunté por un Padre con el fin de confesarme. ¡Tenía tantos pecados! Como la vergüenza me sofocaba, añadí: "Deseo un Padre de cierta edad. Comprenderá mejor". El portero me indicó al Rvdo. Padre "X". Me acostumbré a venir a verle regularmente. Volvía a caer en las mismas faltas; pero, por la gracia de Dios y el amor de Ntra. Señora, me esforzaba cada vez más, para librarme. Y seguro que los Ángeles del Cielo sonreían viendo cómo el pobre pajarito (yo), caído del nido, se esforzaba con torpes aletazos en volver a su morada.
¡Cuántas luchas tuve que sostener!. Tenía que renunciar a todo lo que hasta entonces constituía mi existencia. Era absolutamente necesario, y yo no lo conseguía. Y confiaba todas estas dificultades al buen Padre X. Un día, en el confesionario, me dijo, sin duda inspirado: "No tema nada, hija mía. Un día el Espíritu Santo bajará sobre usted y será iluminada".
Sin embargo, el Padre X no fue mi confesor durante mucho tiempo. Alcanzado por la sordera, ya no podía confesar. Me animó a elegir otro Director Espiritual. Fue entonces, en aquel año 1947, cuando conocí al Rvdo. Padre "Y".
Le volví a ver regularmente. Bajo su dirección, mi alma se doblegó y se abrió a las cosas divinas. En mi alma crecía un sentimiento desconocido: contrición, remordimiento que me empujaba, después de cada falta cometida, a buscar corriendo en "X", no ya la vida de mi madre, sino la mía propia.
Un día, mi buen Padre me intimó claramente a que eligiera entre el bien y el mal. Si no, dejaría de ocuparse de mí. Mi resolución fue tomada en el acto.
- Es Ud., Padre, a quien yo elijo.
Y esto fue el fin de mi vida pasada.
Yo no conocía absolutamente nada de religión; pero, a partir de este momento, Jesús me alimentó por partida doble. En poco tiempo, vigilada por el Padre "Y", y siguiendo sus consejos, entré en contacto con lo sobrenatural.
Lo sobrenatural se me hizo tan habitual que llegué a evolucionar en ello como si me hubiera sido natural. Yo no me daba todavía cuenta del nuevo misterio que me rodeaba, pero mi alma estaba inundada de la alegría más pura y profunda. Al fin había roto con mi vida pasada, pero no sin dolor y desgarramiento. Ahora, un amor puro, total, se había apoderado de mí: ¡Jesús! ¡Mi amor, Jesús!... Él sabe cuanta dulzura se necesitaría para cautivar esta alma pequeña que Él deseaba. Y no se la escatimó. Este principio de vida mística transformó mi alma por completo. Me había hecho suya para siempre.
Al comprobar el rumbo que yo había tomado, el Rvdo. Padre Y dio gracias a Dios. Puso a mi disposición buenos libros, aptos para interesarme. Me sumergí en estas lecturas con avidez. Mi corazón se dilataba de alegría. Había descubierto la verdadera felicidad en este mundo. Por la gracia de Dios me sentía cada día más abrasada del amor divino. El Rvdo. Padre me aconsejó entonces la meditación diaria. Así lo hice.
Un día, después de prepararme para la oración, empecé mi meditación. De pronto sentí un "Shock" violento en el corazón. En el mismo momento quedé aterrorizada. ¡Qué confusión en mi alma! Pensé morir. Me levanté rápidamente. Tenía que distraerme, debía ver gente. Me marché, pues, y acudí a ver a unos miembros de mi familia.; pero mi corazón seguía latiendo violentamente. Sin embargo, nadie se dio cuenta de mi estado, y yo no se lo dije a nadie.
Al día siguiente fui a una conferencia que daba el PadreY, y antes, pude hablar con él aparte y contarle lo que me había ocurrido el día anterior. Me miró con gravedad, me recomendó no decir nada a nadie y abandonarme sin reservas al Señor. Fui a sentarme entre sus oyentes. Apenas empezó su conferencia, el mismo fenómeno del día anterior volvió a producirse. El Padre "Y" se dio cuenta, como me lo dijo después. Me dio entonces a entender que en aquellas circunstancias, Jesús había tomado posesión de mi alma. Así fue el principio de mi vida espiritual.
Una noche tuve un sueño extraño: Me veía perdida en medio de una inmensa muchedumbre. Entonces vi a una mujer que llevaba un niñito en sus brazos. Ella andaba despacio y se detenía delante de cada uno. Todos tendían los brazos hacia el niño, pero éste, después de mirarlos, movía negativamente la cabeza y se volvía... Y la Señora seguía adelantándose. La misma escena se repetía a cada paso. Angustiada, les vi acercarse, y pensé: "Oh Dios mío! ¡Con tal de que no se aparte de mí..." Y lo que se produjo fue encantador. El niño me miró, sonrió y me tendió sus bracitos. Me cubría de caricias y yo, con respeto y amor, hacía lo mismo. Luego lo coloqué otra vez entre los brazos de su madre, y los dos desaparecieron.
Este sueño me dejó una impresión extraña y conmovedora. Se lo comuniqué al Rvdo. Padre "Y". Él me dijo que eran ciertamente la Santísima Virgen y su Divino Hijo. Después de tantos años, no olvidé jamás este sueño, que fue seguido de otros no menos edificantes. ¡Qué gracia! ¿Por qué haberme elegido a mí, pobrecita pecadora? En aquel tiempo, todo en este terreno, era para mí nuevo e impenetrable.
Poco a poco, sin embargo, y con asombro, empezaba a descubrir toda la belleza y la grandeza de la vida cristiana. Me sumergía con delicia en la lectura de libros buenos, y el alimento que sacaba de ellos era mas dulce que la miel para mi alma.. Cuanto más me alimentaba con ello, tanta mas hambre y sed tenía. Conocí la golosina espiritual. Jesús me gratificó con sus contactos divinos. Y los éxtasis se sucedieron. Cuando Él me parecía estar lejos de mí, lloraba amargamente, y enseguida lo sentía aproximarse y consolarme concediéndome con liberalidad lo que yo deseaba con tanta avidez: "Él mismo".
Mi conversión había provocado varias oposiciones en mi familia, y la había sumergido en un profundo asombro, que se traducía en burlas y desagrado, todo lo cual me hacía sufrir. Por la gracia de Dios, lo aguanté. Pero, ¡Señor mío, cuánto respeto humano tuve que vencer! ¡Cuántas dificultades me vinieron por parte de los que hubieran debido ayudarme, y que hacían todo lo posible para empujarme otra vez a la vida desordenada que yo quería dejar a toda costa, desde que había oído la llamada de Dios! Pero esto ellos no lo sabían.
Ahora tengo que hablar de un suceso extraordinario que me ocurrió al principio de mi conversión.
Un día, el 16 de mayo de 1951, me encontraba profundamente angustiada. En aquel momento estaba pensando en esa inclinación que sentía dentro de mí hacia las cosas divinas, y en los obstáculos que encontraba en mi familia. Lloraba y pedía a Dios la liberación, al mismo tiempo que rezaba el rosario. De repente, se produjo un hecho que no he podido explicarme jamás según las leyes naturales. Eran entonces las 7 de la tarde. Encima de la puerta que separa la cocina del pasillo, una luz viva se extendió rápidamente sobre una superficie de aproximadamente un metro. Esta luz deslumbrante, más brillante que el sol, no dañaba los ojos. Inmovilizada por el asombro, yo la miraba intensamente y seguía rezando. Ya no me acordaba de llorar y me preguntaba: "Pero, vamos, ¿Qué es esto?... No se podía tratar del sol, que entonces estaba ya declinando del lado opuesto a la cocina donde me encontraba. Puedo asegurar que durante los 42 años vividos en esta casa, jamás se había producido tal fenómeno.
Intenté explicarlo con sensatez, según las leyes naturales. Busqué minuciosamente cual podía haber sido la causa. En conciencia llegué a la certeza que no se podía tratar mas que de una manifestación de orden sobrenatural. Duró unos minutos, según me parece.
Una vez desaparecida esta visión, cuando la superficie de la pared sobre la cual había brillado, volvió a tener su estado normal, me levanté, y casi sin pensarlo, me acerqué al lugar misterioso. Sin darme cuenta me encontré de rodillas, murmurando esta oración: "Señor mío y Dios mío". ¿Por qué hice esto? Ignoraba entonces muchas cosas, y estaba muy lejos de imaginar que había podido tener una visión. Además, es la única visión que yo he tenido con los ojos del cuerpo. Siempre tuve bastante sentido común para no rendirme jamás sin haber ido hasta el fondo de las cosas. Pues bien, tengo que reconocer que en esto no he podido encontrar jamás una explicación natural.
Me apresuré a contárselo al Rvdo. Padre "Y". Después de reflexionar, me aseguró que se trataba de una visión; me exhortó a dar las gracias a Dios y a guardar cuidadosamente secreto este favor. Esta recomendación le fue, sin duda, inspirada por Dios, pues en los principios de mi vida espiritual me ocurrió varias veces el estar tentada de contar a los demás los favores con los cuales Nuestro Señor empezaba a colmarme. Pero mi Padre espiritual me lo prohibió, y yo obedecí. Quizá en esta tentación se escondía algún orgullo secreto. Me doy cuenta hoy que estaba todavía muy lejos de la perfección. Dios había tomado las riendas en la dirección de mi alma. Ignorando sus designios sobre mí, yo me preguntaba muchas veces: ¿Por qué?.
Escribir esta historia en las condiciones mías actuales, no es cosa fácil. Desearía, es verdad, dar más detalles. Pero, de momento, me es absolutamente imposible y me limito, pues, a dar a conocer los hechos más salientes.
El sueño relatado antes, no fue el único empleado por la bondad divina para alegría y edificación de mi alma. No puedo clasificarlos por orden cronológico: el motivo es que sus fechas quedan demasiado atrás, y mi buen Padre "Y" no me había aconsejado de tomarlos por escrito. Sin embargo, estos sueños siguen siempre tan presentes y tan vivos, delante de los ojos de mi espíritu, como cuando los percibí en mi sueño.
Una noche soñé que estaba en un lugar que, a decir verdad, daba miedo. Todo era lúgubre alrededor de mí. Los elementos estaban desencadenados. Estaba muy oscuro, y yo me encontraba de rodillas en este lugar siniestro, rezando con devoción. De repente oí un ligero ruido detrás de mí. Al volverme, vi una cruz grande, inmensa. Sobre esa cruz, mi dulce Señor. Horrorizada, vi que no había muerto, sino que sufría de manera atroz. Inclinaba la cabeza unas veces a la derecha, otras veces a la izquierda. Un gemido sordo se escapaba de sus labios. Y yo asistía, impotente, a su agonía... En aquel momento, después de pronunciar algunas palabras que no capté distintamente, inclinó la cabeza, suspiró hondamente y expiró.
Este sueño me produjo una impresión inolvidable. Hoy todavía, después de tantos años transcurridos, lo recuerdo perfectamente y lo relato aquí con una honda emoción. En el instante en que mi Jesús devolvió su alma a su Padre, el trueno retumbó y la lluvia empezó a caer con fuerza. Era alucinante. Pero ¡qué gracia había recibido!.
Algún tiempo después, otra visión nocturna. Estaba orando. Donde me encontraba había un gran armario. Mientras rezaba, levanté maquinalmente los ojos y vi una especie de trono encima del armario. Sobre este trono, una mujer que sujetaba, sentado en sus rodillas, un niño de 5 ó 6 años, según me parecía. Maravillada, contemplaba silenciosamente este cuadro. Y, he aquí que el niño baja despacio y viene a colocarse entre mis brazos. Me cubre de caricias. Con avidez se las devuelvo. Miro a la Virgen - pues era Ella - y me quedo estupefacta: sobre su dulce rostro hay lágrimas.. Y mi corazón se conmueve profundamente. Para consolarla, le ofrezco su hijo, que vuelve dócilmente a colocarse sobre las rodillas de su santa y augusta Madre. Las lágrimas cesan enseguida. Poco después de aquel sueño, cuando me encontraba en presencia de una estampa de Nuestra Señora del Carmen, reconocí perfectamente la dulce visión de mi sueño. Solamente mas tarde, después de muchos años, supe la causa de las lágrimas de mi querida Madre.
Otra visión nocturna: un cáliz. En este cáliz, unas avecillas, y, dándoles de comer, un pájaro adulto con las dos alas ampliamente abiertas; los pequeños recibían este festín con aletazos y gritos alegres.

Profunda impresión en mi alma

Iba a lo largo de una carretera desierta bordeada de praderas. Mi atención fue atraída hacia la derecha por un humo espeso. Pensé: Algún fuego. Me apresuré y efectivamente había un foco de incendio. No puedo decir lo que provocaba este fuego. Me encontré en la presencia de una cruz grande. Sobre esta cruz, un Cristo; pero no un Cristo como los demás. Todo retorcido, todo encogido, tal como debía estar, imagino, cuando fue crucificado. El sufrimiento que de adivinaba en esta visión, paralizaba de horror mi alma. Un humo muy espeso rodeaba a la cruz, pero a cierta distancia de ésta.. El rostro torturado del Salvador, su cuerpo horriblemente magullado... ¡OH!, no se parecía a estos Cristos que representan a veces como recién salidos de la peluquería. La posición misma de su cuerpo revelaba un dolor sin límites. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Este sueño! Revive en mí con nitidez. No puedo comprender cómo se puede contemplar semejante espectáculo sin morir.
Hice el relato a mi Padre, según acostumbraba, de este nuevo sueño. Y a propósito de éste, ocurrió algo curioso. Aproximadamente 15 días después de este suceso, el R.P."Y" me regaló un libro de San Juan de la Cruz. Lo abrí maquinalmente por la primera página y grité de sorpresa: "¡Oh mi Cristo! ¡Helo aquí! ¡Es el que he visto en sueños!" Mi padre se quedó muy sorprendido. Efectivamente, en la primera página de este libro había una representación de mi Salvador tal como la había visto. Y el humo también estaba presente en esta página. Atestiguo que jamás antes de este sueño había visto yo a este Cristo de San Juan de la Cruz.
Otra vez, en sueños, me encontraba en la iglesia delante de una imagen del Niño Jesús. Al pie de la imagen, una inscripción: la letra P. Comprendí que hacía falta alcanzar esta letra y tocarla con el dedo. No recuerdo haber visto a nadie lograrlo. En cuanto a mí, creo haberlo conseguido con un salto. ¿Qué quiere decir esto? A mi entender, la letra P indicaba: Pequeñez. Pensé que debía alcanzar esta etapa de la verdadera vida cristiana. Almas pequeñas, pequeñez, todo lo que quiere Jesús. Y es el Niño, el querido Niño Jesús quien me daba esta lección.
Y en mi vida espiritual, es lo que siempre ha predominado, y es lo esencial del Mensaje Divino: Ser pequeño, para alcanzar el amor perfecto de Cristo.
Otra vez, en sueños, estaba en la iglesia oyendo la Santa Misa.. En el momento de la comunión, me adelanté hacia el comulgatorio para recibir devotamente a mi Amado. El sacerdote, sosteniendo la forma, llega a mi altura. Espero, emocionada, el momento en que me voy a unir con mi Amor. ¿Pero qué pasa? El sacerdote, sin mirarme, pasa de largo y da de comulgar a la persona que está a mi lado. Estoy desconcertada. ¿Por qué ha hecho esto? Testaruda, permanezco en el mismo sitio. Helo aquí otra vez.¿Pasará de largo de nuevo? No. Se detiene. Levanto la cabeza... ¡Milagro! Sostiene entre los dedos una forma roja. La deposita en mi lengua. Inmediatamente un áspero sabor a sangre llena mi boca... La Sangre de Cristo.¡Oh Amor mío, qué gracia!.
En otra ocasión, y estando asimismo en el comulgatorio, al recibir la Sagrada Forma, noto en la nuca y entre el pelo, una sensación de quemadura como si hubiera recibido un sello, una marca con hierro candente. Tal fue la impresión que, al abrir los ojos, llevé instintivamente la mano a la nuca. Jesús me había marcado con su sello. Tal fue por lo menos la interpretación que hizo el R.P."Y". Todos estos sueños los tuve al principio de mi verdadera conversión., cuando Jesús me colmaba de favores en la meditación.
Pero he aquí ahora otras dos cosas que no son sueños, sino una dulce realidad. Estaba haciendo reposo por orden del médico. Recostada en una tumbona, llevaba varias horas sumergida en un profundo recogimiento. En espíritu, veía a Jesús a algunos pasos de mí. Esta visión intelectual creaba en mí un deseo vehemente de poseerle. Él se acercaba lentamente a mí. Le veía cada vez más cerca. Después de horas de deseo y de espera, le vi muy cerca, tan cerca que me vi levantada en sus brazos, acunada sobre su corazón. Él me penetró con el sentimiento de su Presencia, y yo me perdí en la inconsciencia de todo lo que no era Él, olvidándome hasta de mí misma. Me acuerdo que entonces hubiera querido morir. Levantada, amada... ya no sabía dónde estaba... Cuando volví en mí, pensé: ¿Qué me ha ocurrido?, ¿Qué quiere? Me parecía que me decía adiós para mucho tiempo y que había querido darme así bastante amor para esperarle sin desesperar. No me equivocaba. Estuvo mucho tiempo ausente. Sufrí terriblemente su ausencia; tanto, que un día, no pudiendo más, me dejé caer sobre la cama. Lloré amargamente y le supliqué que volviera. Él no pudo resistir y volvió, arrebatándome de nuevo y envolviéndome en su Divina Presencia. Estos dos hechos son realidades y no sueños. Experimenté varias veces esta presencia real de Jesús. Sin duda estaba tan corrompida que todo esto era necesario para atraer mi alma tan pequeña, pero tan miserable. Sin embargo, Él ¡cómo la deseaba! ¡Qué sed de amor debía tener para rebajarse hasta un pobre ser tan despreciable como yo! Así demostraba Él hasta que punto quiere a sus pobres hijos pecadores; y no hubiera podido encontrar mejor espécimen que yo. ¡OH abismo de la misericordia divina! ¿Cómo no creer en ti?
Estuve largos años bajo la dirección del R.P."Y". Se había encariñado de mi alma. Una perfecta comprensión nos unía. ¡Qué atención tenía para con su hija, para con su pequeña obra! ¿No era yo su pequeña obra? Le veía cada semana y le contaba fielmente todo lo que se producía en mi. Conocía todo, tanto lo bueno como lo malo, y me sentía verdaderamente aliviada de que me conociera tal como era. Había sido misionero y regresó a Bélgica a causa de su salud, pues allí había contraído una grave enfermedad. Varias veces le había advertido que cojeaba y que haría bien consultando a un médico. Me contestaba invariablemente que me preocupaba demasiado y que se trataba solamente de una quemadura causada por una bolsa de agua demasiado caliente. Le advertí cuanto peor sería si se descuidaba hasta el punto de tener que amputarle un pie. Me prometió ir al médico y así lo hizo. El doctor ordenó que ingresara inmediatamente en la clínica, pues se trataba de gangrena diabética.
Cayó en coma. En tales condiciones la operación era imposible. Yo iba cada día corriendo al hospital. Angustiada, interrogaba a las enfermeras. Sus ojos ya no veían, pero notaba a su lado mi presencia, y con mano temblorosa trazaba una cruz sobre mi frente. Yo sollozaba. ¡Cuánto sufría mi pobre Padre! Rezaba con fervor. Se encontró mejor, lo suficiente para que pudieran intentar la operación. Le cortaron la pierna a la altura de la rodilla. ¡Qué valor tuvo! ¡Qué admirable conformidad a la voluntad divina! Fue ejemplar. Siempre se preocupaba por mí. Me confió varias veces que le consolaba verme a su lado. Su estancia en la clínica duró años. Sin embargo, su monasterio lo volvió a coger cierto tiempo. Pero su estado exigía cuidados constantes; volvió definitivamente a la clínica. . Lo alojaron en una buhardilla, muy triste y mas bien fría en invierno.. Continué viniendo allí, en busca de fuerza y consuelo, cerca de él, que seguía muy agobiado.
Raras veces se quejaba, aunque sufría mucho. También el otro pie fue atacado por la gangrena. Además padecía de unos abscesos en la espalda. Para colmo, se quedó ciego. ¡Dios mío! ¡Qué martirio fue el suyo! Y él quería tanto a Jesús. Creo que había decidido pagar todos mis pecados. El día anterior a su muerte, fui a visitarle con una amiga que deseaba conocerle. Se mostró muy contento de verme aquel día. Era domingo y habíamos decidido que no volvería hasta el martes. Dijo a mi amiga sonriendo dulcemente: "Ella no quiere que me muera". Le contesté: "Pero, Padre, ¿qué quiere que haga yo sin usted?
¡Hay! No lo volvería a ver con vida. Recibimos las dos su bendición y nos despedimos de él. Antes de cerrar la puerta empecé a canturrear suavemente la canción: Ce n´est qu´un au-revoir" , mon Pere, ce n´est qu´un au-revoir. Oui, nous nous revernos, mon Pére, ce nést qu´un au-revoir." (No es más que un hasta la vista, Padre, solo un hasta la vista). Encontró todavía fuerzas para reírse. Yo no sospechaba en aquel momento que estaba diciéndole adiós para siempre. El martes me enteré , con dolor, que había muerto el lunes 6 de marzo por la tarde. Habían intentado llamarme desde la clínica. Pero ignoraban mi dirección, y yo no tenía teléfono en casa. El miércoles fui a hacerle la última visita al monasterio. Estaba desesperada y no tuve fuerzas para asistir a los funerales.. Pero no olvido y no olvidaré jamás a mi Padre querido. Había sentido una pena atroz al perder a mi padre carnal, pero sentí la misma al perder mi guía amado. Quizá incluso, mi dolor fue más profundo, porque él se había preocupado siempre de mi alma, y, gracias a él, había aprendido a querer a Jesús y a conocerle.
Al cabo del tiempo, me fui a rezar sobre su tumba; y le debo una gracia especial. Puso en mi camino al que ha venido a ser para mí otro él mismo. Y este es, así y todo, muy distinto. Pues he reconocido en él el alma hermana a la mía. Antes, sin embargo, tengo que hablar un poco de la época de transición que atravesé, después de la muerte de mi Padre espiritual.
Durante tres años no tuve ningún apoyo. ¡Me sentía tan sola!...¿En quien confiarme? Me confesaba de vez en cuando con nuestro párroco, pero sin entregarle mi alma. Y Jesús callaba. Atravesé entonces un período de gran sequedad espiritual; necesitaba mucho valor para no retroceder. Pero, si no retrocedía, tampoco adelantaba. Mi meditación se resintió mucho de ello, aunque no la abandoné.
Poco después de la muerte del Padre "Y", nuestro párroco también murió. Entonces iba a Misa cada domingo; jamás entre semana. Y, a propósito, me acuerdo que mi Padre lamentaba que no pudiera recibir cotidianamente a mi Salvador. Yo le oponía entonces las dificultades que encontraría en casa para esto, y juzgaba la cosa imposible. Entretanto, se instaló nuestro párroco y se llenó de esperanza por un instante mi corazón. Quizá iba a encontrar otra vez, cerca de él, un poco de mi Padre, así como los consejos necesarios al estado de mi alma. Me invitó a ir a verle una vez al mes. Era claramente insuficiente. Por otra parte, no encontraba en él esta sencillez que había conocido cerca del Padre "Y". Creo, más bien, que lo que se producía en mí le desconcertaba un poco; me hice cada vez mas reservada con él, ya que siempre tenía prisa. Me daba la impresión de que le iba a molestar. Fue suficiente para que mi alma se cerrase totalmente en lugar de abrirse. Entonces dejé de visitarle. De nuevo me encontraba sola. De vez en cuando Jesús volvía. Y un día decidí asistir a misa diariamente. Comulgaba con devoción y encontraba fuerza y consuelo. Durante aproximadamente tres meses conseguí ocultar en casa mis salidas matinales. Y luego... mi marido se enteró de todo.
La cosa no fue fácil. Pero faltó poco para que todos me trataran de loca. Parecía como si se sintieran deshonrados por mi conducta. Resistí sin embargo, y, después de muchas discusiones, se rindieron y me dejaron en paz, excepto que, ocasionalmente, me hacían pagar muy cara mi devoción. Finalmente, nada me hizo cambiar la decisión, pues nadie tiene derecho para impedir a otro organizar su vida como le parece. Y mi vida es Dios ante todo. El medio para salir del fango es Dios, sólo Él, Dios mío, y los demás en Él.
Ya bajo la dirección del Padre "Y", sentía verdadera necesidad de probarle a Jesús mi amor; yo no sabía como hacerlo, ¡era tan débil! Y sin embargo...,me hice con una disciplina y la empleé cada día. El Reverendo Padre "Y" me prohibió usarla sin moderación. Obedecí. Era golosa. Me acuerdo que me gustaba muchísimo sentarme en un sillón confortable, con un paquete de caramelos cerca de mí, para leer libros, a veces bastante malos (hablo evidentemente de la época anterior a mi conversión). Pedí a Jesús que, a partir de entonces, diera sabor amargo a todas las cosas dulces con el fin de no encontrar ningún placer en la satisfacción de mi glotonería. Él me tomó la palabra. ¡Cuan duro fue! ¡Un verdadero suplicio! Rehusar estas golosinas, volver la cabeza al pasar delante de ellas, darlas a otros cuando ardía en deseos de comerlas... Pero Jesús vigilaba. Y cuando cedía a la tentación, les encontraba un sabor a pimienta y sal. Y entonces, en lugar de satisfacer mi glotonería era mas bien una penitencia. Y empecé a privarme, por amor, de lo que satisfacía mi glotonería.
Aunque seguía sin dirección espiritual - excepto que, a veces, abría un poco mi alma a nuestro párroco - un día en que me encontraba meditando me sentí invadida por el recogimiento. Abrasada de amor, caí en el suelo y oí en mi interior esta frase: "Deseo un día universal de oración y de adoración en reparación de los pecados y por la paz del mundo." Recibí este mensaje en mi corazón completamente abrasado. Al día siguiente hablé con nuestro párroco en el confesionario y le comuniqué lo que me había pasado el día antes. Bastante turbado, me dijo que esto no era asunto suyo y me aconsejó que fuera a ver al vicario general, Monseñor "X". Me fui, pues, al obispado y él me recibió. De la manera más sencilla, le dije el objeto de mi visita. Después de decirme algunas palabras triviales, se desembarazó de mí, sin mas. Al salir del obispado, mi rostro estaba rojo de vergüenza.
Sufrí en aquel instante la más cruel humillación. Todavía no estaba bastante robustecida por el Amor. Sentí dolorosamente en mi alma esta negativa rotunda. Me quejé de ello a Nuestro Señor, y le dije. "¡Ves, Jesús mío, donde me ha conducido todo esto? Era por ti. Te ofrezco esta humillación. Pero ¡cuánto duele!" Iba andando sin darme cuenta; el corazón me latía con fuerza; estaba moralmente destrozada, y me prometí que no me pasaría nunca más. ¡Cuanta imperfección en mi ser! Debería haber pensado que por Él había sufrido esta afrenta, y darle las gracias por ello.
Sin embargo, sería conocerle muy poco suponer que me dejaría tranquila acerca de este asunto que yo imaginaba definitivamente zanjado por el rechazo que acababa de recibir. Los meses transcurrieron. Pero el pensamiento de no haber podido llevar a cabo el encargo que Jesús me había confiado, se me hacía cada vez más doloroso.
Un día me fui a "X"..., para rezar sobre la tumba de mi amado Padre "Y", y allí me quedé inmóvil, mirando fijamente la piedra que nos separaba. Mi alma estaba inmensamente triste. Hubiera querido llorar. Pero no me caían las lágrimas. Mi Padre se apiadó de mí, y fue entonces cuando me obtuvo del cielo la gracia de encontrar otro guía, el que tengo hoy. He aquí en qué circunstancias ocurrió.
Algunos días después de visitar la tumba de mi buen Padre, fui, acompañada de la señora "D", a una especie de misión predicada en la iglesia de "B", por un tal Padre "Z". No sé por que este me causó una impresión profunda. Seguí la idea que tuve (inspirada sin duda) de pedirle una entrevista. Me escuchó con mucha atención; me hizo preguntas, y finalmente me dijo que yo no podía seguir sin dirección, en la situación en que me encontraba. Él personalmente no podía asumir esta dirección, pues estaba en el país solamente de paso: su residencia estaba en Bruselas. Me indicó un Padre que vivía en "L", el Padre "R". Tranquilizada, fui a las señas indicadas, y el Padre "R" aceptó dirigirme. Sin embargo, no era el que la Providencia me tenía designado; pues, apenas transcurrieron algunos meses, le confiaron un ministerio sacerdotal en "C". Por ello aumentaron las dificultades para encontrarle, y me confió al que desde entonces es mi Padre espiritual.
Al fin había encontrado el sacerdote que mi alma esperaba desde hacía tanto tiempo. Y mi alma se dilató. Siguiendo su consejo, tomé nota de lo que me pasaba y se lo entregué regularmente. Un día le comuniqué la obsesión que tenía de no haber podido llevar a feliz término aquel encargo confiado por Jesús. Me aconsejó pedir audiencia al Señor Obispo en persona. Confieso que no me entusiasmó en absoluto la perspectiva de encontrarme de nuevo en el obispado. Guardaba un recuerdo muy desagradable de mi última visita. Aunque habían transcurrido dos años desde entonces, no había olvidado tan desagradable recuerdo.
Pero Jesús me instaba a hacerlo. Y por fin, a regañadientes, decidí actuar. Mi Padre me ayudó.. Rogó a Monseñor que aceptara recibirme en audiencia. Y su Excelencia aceptó recibirme en el obispado. ¡Dulce consuelo! Me demostró la cortesía más exquisita. Salí de la entrevista con la impresión de que aceptaba tomar en consideración el "Mensaje" que yo le transmitía de parte de Jesús.
Trabajar para la gloria de Dios y agradar a nuestro Bien Amado Salvador, he ahí el objetivo que nos une a mi Padre y a mí. Las dificultades ni nos sorprenden ni nos desaniman. La experiencia nos ha enseñado que son el sello de la autenticidad con el cual van marcadas siempre las obras divinas. Y mi corazón no olvida lo que me dijo un día Jesús: "Los que hoy no te quieren escuchar, mañana te darán la razón".

Margarita.

 

 



LAS ÚLTIMAS SEMANAS DE MARGARITA

 

Margarita, Mensajera del Amor Misericordioso y Fundadora de la Legión de las  Almas Pequeñas, nos ha sorprendido a todos por su partida rápida e inopinada; Ella estaba desde luego enferma, pero nada podía hacer pensar, humanamente, que se iría tan de prisa.

 

EI 21 de enero de 2005, ella ingresó en la clínica por otra causa distinta a la que  le causó la muerte.

 Su corazón, al contacto afectuoso con las Almas Pequeñas permanecía intacto con algunos momentos muy emocionantes y unos contactos donde la Gracia del Señor estaba manifiestamente presente.

Fue visitada todos los días por sus dos hijos y por mí mismo. Sus nietos y bisnietos, algunas almas pequeñas cercanas de la familia venían igualmente a visitarla.

En la clínica recibió una atención conmovedora por parte de las enfermeras que le manifestaban su simpatía, como también por los otros enfermos.. Ella incluso hacía apostolado haciendo conocer el Mensaje y ofreciendo el Rosario del Niño Jesús a aquellos y aquellas que querían aceptarlo.

Sufría mucho por no poder regresar a su casa. Teniendo dificultades para alimentarse, su estado se debilitaba. Sus últimos días fueron para ella muy dolorosos. Se quejaba de fuertes dolores abdominales.

Como había sido operada tres veces en el curso de su vida a causa de la enfermedad de Krohn, con la amputación de 1 metro 40 centímetros de intestino, el médico de la clínica pensaba aliviarla con calmantes. Pero como el dolor era muy intenso, no disminuía, al cabo de tres días fue enviada de urgencia, en la tarde, a un hospital más especializado y se descubrió allí que tenía un infarto del intestino y que no le quedaban más que algunas horas de vida, el intestino estaba totalmente necrosado y una operación no era aconsejable.

Sus dos hijos y yo fuimos llamados de urgencia y hemos podido estar presentes desde cerca de la medianoche junto a ella hasta el fin. Estaba consciente, pero no tenía ya  fuerza para mantener una conversación, tan grande era el dolor. Sus hijos se habían retirado algunos instantes de la habitación. Le propuse recibir la absolución, que  aceptó haciendo la señal de la cruz. Luego hemos estado cerca suyo teniéndola  de la mano intentando reconfortarla en su agonía sobre la cruz. Tuvo todavía la fuerza de llamar muy débilmente: "Mamá María".

Su respiración que se hizo más y más débil se detuvo esa mañana del lunes 14 de Marzo de 2005 a las 06:38 horas, dejando a su alma reunirse con Jesús, su Esposo, por la eternidad.

Fr. Yves-Marie Legrain. carmel



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